“Sé que de vez en cuando se toma algunas cervezas, pero bueno, tampoco va a pasar nada”. “Tienes que haber probado el whisky, para saber qué es el whisky”. Así se expresa buena parte de los padres y madres de los adolescentes cuando se les pregunta sobre su posición ante el consumo de alcohol de sus hijos adolescentes.

Lo han demostrado en un estudio en el que han participado 42 progenitores, de entre 40 y 55 años, de chicos y chicas de 12 a 17 años, residentes en zonas urbanas de seis comunidades autónomas.

Joan Carles March Cerdá, de la Escuela Andaluza de Salud Pública (Granada) y autor principal de esta investigación, declara a ELMUNDO.es que “el consumo de alcohol en nuestra sociedad está integrado en los hábitos sociales. Pese a ser visto con normalidad y permisividad, es un problema de primera magnitud que conlleva importantes consecuencias en la transmisión de pautas de ingesta y en el aprendizaje social de consumo, sobre todo entre los más jóvenes”.

En el estudio, publicado en “Gaceta Sanitaria”, los padres formaron grupos, según su lugar de residencia, en los que a lo largo de entre 90 y 120 minutos se les realizaron entrevistas. En ellas se les preguntó sobre la posición personal y social predominante sobre el consumo de alcohol en la adolescencia, extensión del problema, el papel de la familia, las sanciones y las normativas vigentes.

Diferencias de género

El análisis de los datos confirma que los padres y las madres “tienen conciencia del consumo de sus hijos, pero tienden a normalizar el problema”. Para valorar la ingesta de alcohol de los vástagos, los progenitores suelen recurrir, en primer lugar, a las propias experiencias. En ellas se suele rememorar una “mayor autoridad paterna en particular, y social en general, que restringía el consumo abusivo”.

La forma en que los padres ven el uso de bebidas alcohólicas de los hijos es distinta a la de las madres. “Ellos tienden a contemplarlo como algo normal y a integrarlo en los procesos de maduración de la adolescencia, mientras que ellas son más conscientes de los riesgos, se muestran más preocupadas y ejercen mayor control”, insisten los autores.

Pese a ello, ambos coinciden en que el uso de alcohol está “extendido y aceptado socialmente”, y entre los factores que promueven esta “normalización social” destacan “la falta de autoridad, la indiferencia de los padres y los profesores, la ausencia de valores consolidados, el sentido cultural que se le da al alcohol en el ocio o la priorización de otros problemas de los adolescentes (tabaco o drogas)”, apuntan los investigadores.

Respecto a la responsabilidad de las instituciones públicas, los progenitores creen que, sobre todo, “las locales son responsables de la falta de alternativas de ocio para los adolescentes y de darles información exhaustiva… El nivel de cumplimiento de las normativas vigentes se considera muy deficiente”, añaden.

Otro modelo de ocio

En opinión de Joan Carles March, “si bien es cierto que las instituciones han realizado algunos proyectos como alternativas de ocio, el problema es que estos necesitan tener continuidad y realmente ser lo suficientemente atractivos para los jóvenes, que se lo pasen bien”. Creen que las mejores medidas “son las preventivas, como prohibir su venta y la publicidad. Asimismo, se apoya la notificación a los padres y madres cuando el adolescente acude ebrio a los servicios sanitarios y las sanciones educativas a los adolescentes”, reza el estudio.

Sin embargo, y en opinión del autor principal del estudio, los “padres también deben comprometerse para evitar el consumo abusivo de alcohol de sus hijos. Tienden a que esta implicación sea de otros, pero no es así. Se trata de que estén pendientes de sus hijos, busquen ayuda, si es necesario, y que se muestren interesados por este tema antes de que se convierta en un problema”. Los autores defienden que para conseguir “que padres y madres actúen con responsabilidad y conocimiento en la educación y la intervención “anti alcohol” de sus hijos se requiere no sólo la colaboración con los profesores, sino también la condición de que los propios progenitores dispongan de las herramientas cognitivas necesarias de prevención e intervención. En este caso se hace necesaria la elaboración de programas específicos de formación para ellos, como las Escuelas de Padres”.

Para que estas escuelas funcionen, en opinión del director del ensayo, es necesario que “puedan ser virtuales, lo que facilita el acceso a ellas sin interrumpir los horarios laborales, que se puedan preguntar dudas y plantear problemas no sólo cuando se da la sesión, sino en el resto de tiempo y que sean prácticas. Además de enseñar lo que hay que hacer, hay que mostrar cómo se hace”.

Fuente: ieanet.com